¿Cuál es el punto de partida de Argentina para aplicar otro impuestazo?
En el debate sobre eventuales nuevos impuestos para afrontar la crisis de la pandemia, desde un sector del oficialismo y de ciertos medios afines se plantea la cuestión en forma “base cero”.
El razonamiento es que Argentina venía teniendo su sistema tributario y carga fiscal como la de cualquier otro país, lamentablemente nos cae esta terrible pandemia con todos sus costos por afrontar y, por ende, debemos obtener nuevos recursos para hacerle frente, los que deberán ser aportados por los que más tienen o más ganan.
Y se apuntala esa posición invocando países que estarían con similares medidas bajo análisis, citando grupos de trabajo técnicos que estarían haciendo este tipo de recomendaciones y concluyendo que aquello de la alta presión fiscal en Argentina sería tan sólo un “mito”.
Sobre esta cuestión nos haremos y responderemos siete preguntas.
¿Cuál es el “punto de partida” general de esta discusión?
En un artículo publicado en El Cronista (¿Otro Impuestazo en el País más Gravoso del Mundo?) y en otros más extensos publicados antes en Doctrina Tributaria de Errepar realicé ciertas reflexiones a partir de la investigación “Doing Business” (www.doingbusiness.org) del Banco Mundial que se realiza anualmente con el asesoramiento de miles de especialistas y con la participación de funcionarios públicos de cada país.
La conclusión para Argentina es que en el ranking de “imposición total” (impuestos totales dividido por utilidad comercial antes de impuestos), la Argentina –dejando de lado al ignoto Comoras- figura prácticamente último (puesto 189), con un porcentaje del 106%. Esto significa que, en el ‘caso testigo’ tomado como base, los impuestos argentinos no sólo se consumen todas las utilidades sino también parte del capital.
Se explicó allí por qué el concepto de “imposición fiscal” (la carga fiscal sobre una empresa en el sector formal de la economía) es superador del de “presión fiscal” (licuada por la informalidad). Nuestro país lleva seis años en el último puesto y más de una década con un porcentaje superior al 100%. La Argentina fue calificada por el Banco Mundial en ese ranking con un “0,0” (cero coma cero) sobre 100 puntos, una forma de decir que con esta carga fiscal Argentina no tiene algo que pueda denominarse “sistema tributario”.
Ese último puesto mundial es el punto de partida o marco general de prácticamente cualquier discusión tributaria en Argentina. Toda propuesta, antecedente o recomendación fiscal debe analizarse desde ese preciso lugar.
Ahora bien, tomemos la lupa y acerquémosla a los dos impuestos que se han venido proponiendo desde la clase política y ciertos medios, un impuesto a las rentas de grandes empresas y un impuesto a los altos patrimonios.
¿Cuál es el “punto de partida” para una discusión sobre un impuesto extraordinario a las rentas?
Para responder a esta pregunta debemos analizar qué es lo que nuestro Congreso Nacional ha hecho con el impuesto a las ganancias en las últimas dos décadas.
Tomemos, por ejemplo, el instituto más relevante para la determinación del impuesto: el ajuste por inflación impositivo. Este mecanismo previsto en la ley es el que permite que se graven ganancias reales y no ganancias ficticias. La diferencia entre tener y no tener un impuesto. Desde 1985 Argentina venía siendo uno de los países más destacados en el diseño de dicho instituto fiscal. De 1992 a 2001 el mecanismo estuvo suspendido porque Argentina fue uno de los países con la menor inflación del mundo durante ese decenio. Cuando luego de 2002 volvió la inflación, el Congreso decidió no reinstaurar el ajuste por inflación impositivo sin fundamento razonable alguno (salvo el de su costo fiscal), pese a la unanimidad de la academia en contrario. Mientras una minoría se ha venido beneficiando por la no aplicación del mecanismo, una mayoría de empresas viene soportando alícuotas reales de impuesto a las ganancias muy elevadas (según el caso, más del 50%, o incluso más del 100%, de sus ganancias reales) que no se aplican en ningún lugar del mundo.
Ante tal situación, cientos de empresas se vieron forzadas a discutir judicialmente. La Corte Suprema resolvió la cuestión en 2009 con el fallo “Candy”: si la no aplicación del ajuste conlleva el pago de un impuesto que supera cierto porcentaje del resultado impositivo ajustado por inflación (la ganancia real), entonces el impuesto deviene inconstitucional por confiscatorio y, en consecuencia, la empresa puede aplicar tal mecanismo.
Desde un punto de vista institucional, ante un fallo del máximo tribunal, lo que corresponde es que el congreso y el poder ejecutivo se cuadren y apliquen la respectiva doctrina. No fue el caso de ambos en Argentina, que hicieron caso omiso no sólo al fallo Candy sino a las más de 150 sentencias que lo replicaron a lo largo de los 142 meses transcurridos hasta la fecha. Debería haberse dictado una ley que reestableciera el ajuste por inflación o, de mínima, un decreto o resolución que permitiera su aplicación directa si se cumplían los parámetros de Candy. Ni lo uno ni lo otro. Una persistente actitud de voluntaria ignorancia.
A fines de 2017 la cuestión empezó a entrar en un terreno aún más fangoso. Se sancionó una primera “cláusula gatillo” para obstaculizar la doctrina de la Corte. Debía superarse cierto porcentaje de inflación (irrelevante para la doctrina Candy) para que el ajuste fuera procedente, porcentaje que más que duplicaba los pronósticos de entonces. Pero no fue suficiente. A mediados de 2018 las autoridades comenzaron a advertir que se quedarían cortos. En agosto de ese año ciertos diputados entonces oficialistas presentaron otro proyecto por el cual se realizaban tres modificaciones a la “cláusula gatillo”: la elevación del porcentaje, el cambio del índice IPIM al IPC (por entonces muy inferior a aquél) y el prorrateo a lo largo de tres años –o licuación al no preverse actualización- del efecto ajuste por inflación. No llegó a tratarse. A los dos meses se advirtió que el nuevo parámetro de inflación no bastaría para bloquear el mecanismo. En octubre se presentó otro proyecto que elevó el parámetro aún más, el cual se terminó de sancionar en tiempo de descuento de 2018, cuando ya era seguro que la inflación no lo superaría. Cientos de empresas, otra vez con alícuotas confiscatorias, decidieron litigar o asumieron posiciones basadas en Candy a sabiendas de la potencial objeción del Fisco. Varios obtuvieron pronunciamientos judiciales favorables, como Tecme (vaya paradoja, se asfixia con carga fiscal pero se le pide respiradores).
La cuestión se agravó aún más. A fines de 2019 la inflación superaba largamente el parámetro previsto para el segundo ejercicio de vigencia de la “cláusula gatillo”. El gobierno entrante promovió otro bloqueo más a la doctrina Candy. Como el índice IPC ya no soportaba más estiramiento, se decidió que la obstaculización viniera por la prolongación de la regla de prorrateo de tres a seis ejercicios anuales. Adviértase el oxímoron: una norma de ajuste por inflación que no prevé actualización para la segunda a sexta “cuotas”, con el agravante que al momento de su sanción la inflación anual (IPC) superaba el 50%, sin expectativas de baja a mediano plazo y menos en este escenario post Covid-19. La regla del prorrateo en 6 años sin actualización y con alta inflación implica de facto la partida de defunción del ajuste por inflación impositivo y de un real “impuesto a las ganancias”.
En conclusión para esta primera cuestión: el “punto de partida” del debate por este eventual sobreimpuesto a las ganancias tiene por marco el sistema tributario más gravoso del mundo, y por aspectos centrales una de las actuaciones del Congreso más criticables desde lo institucional en su historia fiscal, con alícuotas reales del impuesto que en el caso de muchas empresas vienen siendo confiscatorias desde hace años.
¿Cuál es el “punto de partida” para una discusión sobre un impuesto sobre altos patrimonios?
Si bien la imposición total del “Doing Business” se calcula sobre el caso testigo de una empresa, las conclusiones no serían muy distintas si se eligieran otros casos, como el de un patrimonio personal. El porcentaje terminaría también en el barrio del último puesto.
Mientras en 2016 se preveía una disminución escalonada de la alícuota del impuesto sobre los bienes personales, del 0,75% al 0,25%, dos años después el Congreso sancionó la reinstauración del 0,75%. A fines de 2019 se volverían a incrementar sustancialmente las alícuotas sobre los bienes personales. En tan sólo tres años la alícuota de este impuesto se multiplicaría cinco veces para bienes locales y casi diez veces para bienes en el exterior, con una alícuota máxima (2,25%) que prácticamente no reconoce comparables en el mundo. Otro sustancial cambio en las reglas de juego y afectación a principios constitucionales, entre otros por confiscatoriedad, en la medida que pueda probarse en cada caso una absorción sustancial de la renta.
Como en el caso anterior, esa alícuota en el máximo nivel del mundo es el “punto de partida” de la discusión de este potencial nuevo impuesto al patrimonio. No es “base 0”. Sino que desde fines de 2019 que se está en zona de inconstitucionalidad patrimonial.
¿Existen países que realmente están analizando un impuesto extraordinario a los grandes patrimonios?
Ya lo hemos comentado en el anterior artículo, prácticamente no hay países que estén yendo por la vía de impuestos sobre altos patrimonios sino, al contrario, otorgando fuertes incentivos financieros y fiscales para todos los sectores y niveles.
Hemos relevado los sistemas tributarios de la docena de países que se han invocado en distintos artículos y medios para apuntalar un impuesto a la riqueza en Argentina. La gran mayoría –como bien se destaca en alguno de ellos- son meras propuestas o expresiones de deseos de partidos minoritarios, que cuentan con muy bajas o nulas chances de sanción. Pero lo que no se dice al citar esos antecedentes es que en ninguno de esos países hoy existe un impuesto patrimonial. Es decir que allí sí podrían tener un debate “base 0”. Se cita también el caso de Italia, que es cierto que hubo una propuesta de dos parlamentarios oficialistas de elevar la alícuota de impuesto a las ganancias para rentas superiores a 80.000 euros (no se refiere a altos patrimonios) pero fue inmediatamente rechazada por el resto de la mayoría parlamentaria y por el mismo primer ministro. En el caso de Rusia, tampoco tiene impuesto patrimonial y su propuesta tampoco tiene que ver con grandes fortunas sino que se trata de un impuesto sobre intereses remitidos al exterior que superen los U$S13 mil. En España tampoco hay proyecto oficial sino alguna expresión aislada y si bien se trata de uno de los únicos países europeos con impuesto patrimonial, las comunidades autónomas tienen facultades para eximirlo, siendo ése justamente el caso de importantes comunidades como la de Madrid. Por último, en nuestro artículo anterior nos referimos al caso de Ecuador y las sustanciales diferencias con Argentina, no tratándose tampoco de un impuesto sobre altos patrimonios.
En suma: hoy no hay en el mundo propuestas de impuestos sobre altos patrimonios con chances mínimamente serias de ser aprobadas. Y aunque las hubiera a futuro, la situación no sería comparable con la de Argentina por la razón mencionada sobre nuestro distinto “punto de partida”.
Entonces, ¿cuáles son las conclusiones sobre ambos potenciales impuestos?
En resumen:
- 1. la propuesta de ambos tributos se hace en el contexto general del último puesto fiscal de Argentina, con un sistema tributario calificado “0,0” sobre 100 puntos por el Banco Mundial;
- 2. en cuanto al potencial sobreimpuesto a las ganancias, el “punto de partida” es una Corte que ha dicho más de 150 veces que su forma de cálculo sin aplicar ajuste por inflación genera alícuotas confiscatorias y muchas empresas que vienen pagando o litigando esas alícuotas desde hace años;
- 3. en cuanto al sobreimpuesto patrimonial, el “punto de partida” es que el Congreso acaba de sancionar hace cuatro meses una alícuota máxima que no reconoce precedentes en nuestra historia tributaria ni tampoco en el contexto mundial y que por ello están siendo discutidas judicialmente;
- y 4. sobre lo anterior es que se plantea uno y otro impuesto, los cuales de aprobarse se descuenta que serán atacados redoblando los fundamentos constitucionales que ya se tenían, por lo que poco o nada se recaudaría por estos impuestos. Y no es que el sector privado en estas terribles circunstancias no quiere ser solidario o es ingrato por no querer aportar; es que ya lo viene haciendo con creces y más allá de los límites de nuestra constitución, llegando al techo fiscal mundial.
Entonces, la discusión no es “base 0”. En la torre de la carga fiscal, esta discusión no tiene lugar en la planta baja sino en la terraza.
Si esto es así, ¿existen otras alternativas para hacerse de recursos genuinos para enfrentar la pandemia?
La pandemia está provocando una crisis sin precedentes en miles de entidades y millones de argentinos, quienes necesitan en forma urgente de la asistencia del Estado para superarla, no pudiendo estar a merced de litigios que en el mejor de los casos se resolverán luego de siete años.
El sector privado no es el camino por lo arriba expuesto. El estado crítico que, en mayor o menor medida, afecta a casi todas las áreas ha sido reconocido en la reciente Decisión Administrativa 663/2020. En general, los empleados privados no sólo no mantendrán sus anteriores niveles de ingreso, en muchos casos se consumirán ahorros, si los hubiera.
El otro camino es el sector público. Si no se hiciera recorte alguno en dicho sector, se daría una situación injusta: muchos empleados públicos terminarían la crisis de la pandemia con ahorros y/o con un incremento en su nivel de consumo que de otra manera no hubieran tenido.
¿Por qué esto sería así? Veamos la estructura de gastos de consumos según la última “Encuesta Nacional de los Hogares” de 2017-18, publicada a fines de 2019. Focalicemos en los siguientes rubros: (a) restaurantes y hoteles: 6,6%; (b) paquetes turísticos: 1,2%; (c) servicios recreativos y culturales: 3,4%; (d) transporte: 14,3%, y (e) prendas de vestir y calzado: 6,8%.
Todos esos rubros de gastos personales fueron afectados más o menos sustancialmente por la pandemia en el corto plazo y hasta varias de esas actividades pareciera que no fueran a revivir en el resto del año. En total, suman 32,3%. Es decir que, si no hubiera recorte salarial, un tercio de los gastos ordinarios de empleados públicos se convertirán en ahorro y/o en un incremento en el nivel de consumo (en los otros rubros) durante la pandemia.
Si se hiciera un recorte de menos de la mitad de aquellos 32 puntos porcentuales, por ejemplo un promedio del 15% (aplicado en forma progresiva según escala de sueldos) sobre un total de los estimados U$S30 mil millones anuales de sueldos públicos de actividades no esenciales (es decir, excluyendo los de salud, seguridad, etc que no deberían sufrir recorte alguno) el ahorro fiscal sería de alrededor de U$S3 mil millones, calculando los dos tercios del año que restan. Aproximadamente, el mismo importe que supuestamente (no) se recaudaría por aquellos impuestos a los altos patrimonios y rentas.
Varios argumentos sustentan este camino: (1) al sector público no se le estaría pidiendo tanto sacrificio, tan solo que no se ahorre o gaste más que durante tiempos normales, (2) durante muchas semanas tales sectores no están trabajando por la pandemia, (3) los sindicatos están aprobando importantes reducciones salariales en el sector privado, por lo que no habría razón para una actuación distinta en el sector público; (4) nadie está reclamando ni podría razonablemente invocar que los empleados públicos se han convertido en una suerte de nueva “casta indemne” y menos en este contexto; (5) existen precedentes de Corte Suprema de principios de este siglo –salvo un caso aislado bajo un clima de juicio político a sus ministros- que han avalado recortes de sueldos públicos en condiciones de emergencia mucho menos dramáticas que las actuales y con la diferencia que en tales casos los empleados sí trabajaban normalmente; y (6) varios países están tomando este camino.
Pues tenemos entonces dos alternativas para afrontar la crisis de la pandemia (además de la emisión). Una primera en la cual la foto inicial es la de las personas de alto patrimonio obligadas a aportar los fondos para paliar sus efectos, mientras la foto final es la de empleados públicos que terminan con ahorros (o gastos incrementados) que de otra manera no hubieran tenido. Cualquier economista simplificaría diciendo que aquellos aportantes privados han transferido parte de su riqueza (mientras muchos continúan sus actividades empresariales, a riesgo) a los empleados públicos (mientras muchos no continúan normalmente sus actividades, sin riesgo), lo cual no luce razonable. Este camino está en zona de inconstitucionalidad, es injusto e ineficiente, años de litigios mediante.
La segunda alternativa es que los fondos para sanear los efectos de la pandemia sean extraídos de los sueldos públicos, en forma progresiva. Este camino está en zona constitucional, es justo y eficiente, con disponibilidad de recursos en forma inmediata.
Como conclusión final, ¿qué es lo que subyace en toda esta discusión?
Lo que subyace a toda esta discusión de “mayores impuestos vs. reducción del gasto público” es aquella pregunta binaria que nos hacíamos en nuestro trabajo anterior y que deberían hacerse nuestros actuales gobernantes y legisladores: o el Banco Mundial está equivocado en el diagnóstico que viene realizando desde 2003, con miles de expertos tributarios que lo vienen asesorando mal anualmente, y con funcionarios de casi 200 países que consienten falsear una y otra vez sus datos para que Argentina aparezca en el fondo del ranking de imposición total de cada año; o, de lo contrario, hay un sector de nuestra clase política y de los medios que yerra palmariamente en el diagnóstico, actuando bajo la asunción que la carga fiscal argentina no es un problema sino un “mito” y que hay espacio para seguir elevando una y otra vez los impuestos.